Tras las vallas de Za’atari, tierra de nadie entre la vida y la guerra

A punto de cumplirse los cuatro años del mayor campo de refugiados de Jordania, se hace un nudo en la garganta cuando se respira la desolación de Za’atari. Dicen que ya no llegan más familias refugiadas sirias porque está lleno, pero también que continuamente cruzan la frontera ambulancias que traen heridos de la guerra. Al otro lado de la frontera, a unos 10 kilómetros, prácticamente no queda un hospital en pie.

En Alianza por la Solidaridad queremos conocer el trabajo en el campo del socio jordano Instituto de Salud Familiar (IFH), con el que tenemos varias clínicas abiertas para refugiadas en tres ciudades del país (Mádaba, Ajloum y Jerash). “Son ya casi cuatro años aquí y la vida sigue. Todos desean regresar a Siria, por ello se quedan tan cerca de su tierra y se agarran a la supervivencia pura y dura”, comenta Baha, del IFH.

Este instituto gestiona en Za’atari varios centros de apoyo a las mujeres en salud y en casos de violencia de género y abusos, que también los hay. También ofrece atención a los discapacitados mentales. “Tenemos cinco equipos en el recinto con ginecólogos, trabajadores sociales, psicólogos y además muchas voluntarias que son refugiadas y quieren colaborar”.

En un pequeño habitáculo, tras una puerta, me encuentro con Munira Shaban, la comadrona más famosa de Jordania. Está con una paciente embarazada, explicándola cómo nacerá su hijo con un muñeco. “No quise jubilarme, y me vine a Za’atari para trabajar con Naciones Unidas. Las refugiadas me necesitan en los partos, en la planificación familiar. Y soy feliz cuando me llaman ‘mamá Munira’ cada día”, me dice.

Mamá Munira cuenta que lo que más temen las madres refugiadas es a las ratas, que muerden a los críos, y a las enfermedades que el viento cargado de polvo pasea de un lado a otro. “Esto es muy duro, hay zonas donde la luz sólo funciona por la mañana, los colegios están lejos y el agua de los camiones cisterna tarda en llegar. Y pasamos frío en invierno y calor en verano. Además, desde los recortes en ayuda humanitaria sólo disponemos de siete dinares para alimentos al mes”, me explican algunas de las mujeres.

Para dejar el campo de refugiados y poder vivir a una ciudad jordana, necesitan un patrocinador, alguien que disponga de recursos para responsabilizarse fuera de las vallas de su subsistencia. “Muchos logran salir, pero fuera tampoco la situación es mejor, pues no pueden trabajar y tienen muchos gastos que aquí se cubren, aunque se sienten más seguros”, reconocen las voluntarias.

Alianza trabaja apoyando clínicas que no sólo ofrecen atención sanitaria gratuita a las mujeres, sino que actúan como centros de detección de violencia de género y de terapia psicológica en este ecosistema de traumas sin resolver que está dentro y está fuera de las alambradas, donde sus necesidades son menos visibles, donde hay menos apoyo internacional.

Publicado en Planeta Futuro / El País

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