Cumpleaños. El minuto de Cronos
Roberto Omar Román
Mamá dejó calentando café antes de salir. Papá se levantó de la cama de inmediato.
Berenice despertó molesta, vio la alegre cara de papá muy cerca de la suya, olió su aliento a tabaco, sintió su barba rasparle del cuello al pecho, justo a donde colgaba la medallita de su primera comunión. Protestando, lo empujó con suavidad. Papá algunas veces era juguetón; la empujó también. Las trenzas de Berenice cayeron con brusquedad en la almohada. Confundida, cerró los ojos, los apretó hasta mirar lo negro, lo recóndito del interior. Descubrió en la lejanía una luz y vio surgir cuerpos y rostros desconocidos.
Quizás era un juego rudo en el cual debía rendirse para que terminara. Pidió paz gimoteando y agitando los pies y las manos. No hubo tregua. Súbitamente, en esa quemante oscuridad apareció un duende de rostro afilado blandiendo una campanilla. Trepó a su cuerpo. Con las uñas le rasguñó de las rodillas al vientre. Le dolió, pero sabía que en los juegos no se llora, y quien se rinde acepta el castigo del vencedor. Sin dejar de burlarse, el duende le agitó la campanilla en la cara. Era tan soez el repiqueteo que creyó gritar pero no se oyó. Suplicó ayuda rezando mentalmente. Oprimió la medallita.
¿Era un ángel o un ogro? Vestía de blanco, estaba en el extremo de una larga mesa devorando a rápidas mordidas un pastel. A un lado de él, distinguió a una niña como de su edad, desnuda, cubriéndose pudorosamente con las manos, implorando al abusivo que no se comiera su pastel. Cuando éste terminó de tragarlo, reapareció el duende tocando la campanilla; ágilmente brincó sobre el vientre de la pequeña hasta dejarla inconsciente.
Berenice se entristeció mucho del sufrimiento de la niña en su fiesta de cumpleaños. Al fin logró gritar y escuchar su llanto. El duende huyó.
El cigarro temblaba entre los labios de papá cuando fue a la cocina a encenderlo, pero el café derramado había apagado la llama. Mamá entró con un pastel, hizo un guiño a papá y frunciendo la nariz, inquisitiva, dijo:
¡Huele a podrido!