LA MESA
Carlos Suárez-Mira Rodríguez
Aquella mesa había recogido miles de gotitas saladas, de cabellos desprendidos, de mucosidades varias. Entre las vetas de la madera, la mugre acumulada y los regueros de lágrimas, se dibujaban extrañas figuras que parecían emerger sobre el tablero y danzar borrosas por la superficie. Era la mesa del Juzgado de violencia sobre la mujer. ¡Cuántos llantos había escuchado! ¡Cuántos nervios la habían hecho temblar!
En una esquina, estratégicamente situada, había una caja de pañuelos de papel. Oficialmente no pertenecía al juzgado, pues no estaba incluida en el catálogo de compras mensuales de folios, grapas, carpetillas, bolígrafos y demás útiles de oficina. Sin embargo, los funcionarios nunca permitían que estuviera vacía, sabedores del uso intensivo que se hacía de ella. Eran testigos de las desgarradoras historias que allí se contaban todos los días del año. De las caras enrojecidas. De los ahogos y los sofocos. De los músculos tensos. De los largos silencios. Del dolor y la desesperación. De los callejones sin salida. De las expectativas defraudadas.
Ante ella se sentaban madres, hijas, hermanas, amigas y novias. Rubias y morenas. Altas y bajas. Negras y blancas. Extranjeras y nacionales. Ricas y pobres. Enfermas y sanas. Mujeres. Personas.
Cada una tenía su historia. A veces larga y a veces corta. Trufada de insultos, golpes o amenazas. O de todo a la vez. «Puta» era lo que más oían. Pero también «eres lo que más quiero» y «jamás nos separaremos». Pocas llegaban a presencia judicial por voluntad propia. Algunas lo hacían acompañadas por familiares o amigas. La mayoría, porque la policía había intervenido en una disputa que alarmó a los vecinos.
Cada vez más se apoyaban en esa mesa jovencitas apenas adolescentes que se habían visto esclavizadas por el guapo de la clase. Ese que primero la adulaba, después presumía de machito con los amigotes y finalmente la abofeteaba por ir muy provocativa y hablar con personas no autorizadas por él.
Pero también más de una abuela descansó sus codos en sus vencidas tablas. Señoras que, pasados los setenta, con el apoyo de los hijos hoy adultos y ayer también víctimas, se atrevían a desafiar a su señor esposo y denunciar cuarenta o cincuenta años de infierno matrimonial iniciado en aquellos tiempos en los que el comandante de puesto le decía a la recién casada que no era para tanto y que, en el fondo, aquel sinvergüenza disfrazado de hombre de la casa la quería con locura.
Hoy también la mesa tenía una inquilina llorosa. No era alta ni baja. De estatura media. Ni joven ni vieja. Frisaba los cuarenta y cinco. De salud normal —con sus ansiedades y depresiones, eso sí— y con una posición económica desahogada. Una mujer como tantas otras. Casada. Y española porque para desempeñar su trabajo tenía que serlo necesariamente. La amenazadora llamada telefónica que la hizo temblar en ese teatro de las emociones que era la sala de vistas procedía de su marido. Un funcionario la interrumpió: «Señoría, ¿se encuentra usted bien?».
Segundo premiado del IV Concurso de Relatos Cortos
Fundación Luz Casanova