Mafraq, un refugio en Jordania para quienes huyen de la guerra
He visitado Mafraq y otros lugares parecidos de Jordania, como parte de mi contribución a Alianza por la Solidaridad. He visto la pobreza y el dolor en muchos rostros desvalidos como los de esas niñas y sus familias.
Les dicen, vagamente, que podrán volver a Siria, pero sus vidas jamás volverán al punto de partida. Los refugiados son los daños colaterales, los olvidados, los que se quedan atrás en medio de cualquier conflicto. Pero, como dice una de las ideas clave de «Los Miserables», «el sufrimiento, el abandono y la pobreza son campos de batalla que tienen sus propios héroes; héroes oscuros, a veces más grandes que los héroes ilustres». Yo he encontrado a algunos de esos héroes, o más bien, heroínas.
Abdelhaken (52) y Sabah (30) tienen diez hijos de entre 15 y dos años de edad. Él perdió una pierna cuando tenía 12 en un accidente de tráfico. Por eso nunca trabajó. Vivía en la ciudad de Dar’a y se casó con una niña. Sabah debía tener, como mucho, 14 años cuando se la entregaron en matrimonio.
Estuvieron tres meses en el campo de refugiados de Zaatari (Jordania), el segundo más grande del mundo. Dicen que los doctores le ayudaron a salir de allí. La arena, las piedras y las distancias hacían que todo fuera inaccesible para Abdel. Eso, claro está, añadido a la insoportable dureza de vivir en un campo.
El de Zaatari está a diez kilómetros de Mafraq, la ciudad en la que hoy residen. Ocupan la que ya es su cuarta vivienda. Cuando dejan de pagar, tienen que buscar otra. En la casa no hay nada. Nada de nada. Las paredes desconchadas, un ventilador negro y tres colchonetas en forma de u, apoyadas contra la pared. Al lado de la puerta, una pila de agua y dos escobas. Ese es su patrimonio.
El flujo de refugiados es tal, que ni el presupuesto de la agencia de Naciones Unidas ni los de las organizaciones humanitarias son capaces de dar abasto. La comunidad internacional parece no querer enterarse. En un país como Jordania, de apenas siete millones de habitantes, hay registrados más de 650.000 refugiados, pero la realidad multiplica esa cifra por dos. Sólo un 20% malvive en campos como el de Zaatari. El resto queda a la deriva en los peores barrios de las ciudades. La situación llega al extremo de lo insostenible en un lugar como Mafraq: de sus casi 300.000 habitantes, dos tercios son refugiados.
En otra infravivienda similar a la de Abdel, Sabah y sus diez hijos, a unos 500 metros de distancia, hay un hombre tumbado en el suelo. Muhammad (30) no se mueve. Podría estar muerto. Kawtar (25), su esposa, tiene evidentes signos de desnutrición. Tiene también una sonrisa serena que transmite una especial dulzura.
Kawtar se disculpa porque Muhammad permanece acostado en la única estancia de la casa. Nos cuenta que era carpintero en Homs. Fue apresado y torturado en Siria y desde entonces está así. Dice que es falta de oxígeno en el cerebro.
Aya (6), la hija mayor, presenta síntomas de retraso y lo que parece una parálisis facial. La mujer se adelanta y nos explica que es la enfermedad heredada de su padre, la misma falta de riego cerebral. Les han ofrecido un tratamiento de logopedia en Amman, pero no tienen recursos para desplazarse ni quien atienda al resto de la familia.
Su segunda niña, Roya (3), seduce a quien entra. Sus mofletes hinchados y sus rotundos ojos negros llaman enseguida la atención. Coquetea con la cámara y con el fotógrafo. Sonríe sin parar con la cara llena de mocos pegados.
Miro a Muhammad inerte. Miro a Roya, a Hani (1) —lleva un pañal con una leyenda en árabe, está dormido en la misma postura que su padre— y a la mujer embarazada. Viéndole ahí tirado y mudo, resulta increíble que este hombre pueda tener energía para fecundarla cada cierto tiempo. Y para cargarla cada vez con más responsabilidades.
Kawtar recibe información sobre lo que puede ofrecerle el centro de Alianza por la Solidaridad. Allí se realiza un gran trabajo: enseñanza formal para los niños, talleres para las madres, seguimiento psicosocial, asesoría legal, gestión de recursos… Irá en cuanto pueda. Necesita toda esa ayuda y más.
De vuelta a Madrid, las tiendas de la T-4 desparraman sus delicatessen para gourmets ante nuestros ojos. Pienso en el hombre sin pierna, en las niñas soñadoras, en la madre con diez hijos a los 30 años, en la coqueta de los mocos en los mofletes, en el pequeño ciego e inválido y en el niño violado y me doy cuenta de que sólo ayudándoles como podamos lograremos reconciliarnos con nuestra condición humana. Alianza por la Solidaridad lo hace.
Fuente: El Español
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